¿Tiene sentido la vida? La pregunta que nunca desaparece
Por Andrés Manzanares Rojas
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James Dobson, en sus años universitarios, soñaba con ser campeón de tenis. Alcanzó su meta y su trofeo fue colocado con orgullo en la vitrina de la universidad. Años después, alguien lo encontró en un depósito de basura durante una remodelación y se lo envió. Dobson exclamó: “Cuando pase el tiempo, ¡alguien tirará a la basura todos los trofeos!”
Esa anécdota nos sacude: lo que hoy parece éxito, mañana puede terminar olvidado. Entonces, ¿qué valor tiene lo que llamamos gloria? ¿Qué propósito puede sostenernos más allá de la fugacidad de los logros?
La pregunta inevitable
Quizás una de las tareas más importantes de todo ser humano —consciente o inconscientemente— es dar sentido a su vida. En el fondo, no podemos vivir sin un “porqué”. Allí donde se pierde ese sentido, la existencia se resquebraja.
¿Estamos aquí solo para trabajar, comer, ejercitarnos, dormir y repetir la rutina hasta morir? ¿Eso es todo? Son preguntas que rara vez nos hacemos con seriedad, pero que atraviesan toda la historia humana.
Muchas filosofías han intentado responder, pero cuando salen del escritorio y se enfrentan a la vida real, se descubre que sus promesas resultan vacías.
El espejismo de la felicidad
Nuestra cultura insiste en que la felicidad está en “hacer lo que nos gusta”, en “seguir nuestros sueños”, en “vivir sin límites”. Pero ¿realmente es así? ¿Son felices los actores de Hollywood que alcanzan fama, fortuna y aplausos? La realidad es que no son pocos los que terminan atrapados en adicciones, depresiones o incluso suicidios.
Si no hay un sentido superior, todo propósito debe ser inventado. El existencialismo moderno lo entendió así: Sartre y Camus afirmaban que el hombre está condenado a inventar su razón de ser, aun sabiendo que el universo es indiferente. Pero ¿puede sostenernos un propósito inventado cuando todo lo demás se derrumba?
El espejo de los siglos
El rey Salomón lo expresó con crudeza en el libro de Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad.” Fue un hombre que lo tuvo todo —riquezas, poder, placeres, sabiduría— y terminó reconociendo que nada de eso lo llenó.
¿Seremos más sabios que él? ¿Acaso nuestra filosofía es superior, o conocemos algo que generaciones enteras ignoraban? Los siglos pasan, pero el hombre sigue enfrentando las mismas preguntas.
Y aunque diga ser feliz, cuando se mira al espejo muchas veces descubre que no lo está.
Conclusión:
Agustín lo resumió en una frase que ha atravesado los siglos:
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti.”
El hombre puede huir, inventar propósitos, puede llenar su vida de éxitos y placeres, pero nunca escapará de esa voz interior que recuerda que el verdadero sentido no se construye: se encuentra.
Y cuando lo encontramos, descubrimos que no depende de gustos personales ni de logros pasajeros, sino de algo eterno que responde a la sed más profunda del alma.
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