Por qué soy cristiano

Por Andrés Manzanares Rojas

© Todos los derechos reservados.

A lo largo de la historia, tanto creyentes como no creyentes han intentado explicar las razones de su fe —o de su incredulidad. G. K. Chesterton escribió un ensayo titulado Por qué soy católico; John Stott publicó ¿Por qué soy cristiano?; y C. S. Lewis, aunque nunca utilizó ese título, en obras como Mero cristianismo y Cautivado por la alegría expuso con claridad las razones de su fe. En contraste, Bertrand Russell presentó en 1927 su célebre conferencia Por qué no soy cristiano, uno de los intentos más influyentes de la modernidad por argumentar en contra de la fe cristiana.

Debo reconocer que, a lo largo de estos años, pocas veces alguien me ha preguntado por qué soy cristiano. Tal vez muchos lo den por sentado. Nací en un hogar creyente: aunque mis padres llegaron a la fe en su juventud, para mí el cristianismo fue el ambiente natural de mi niñez. Pero esa no es la razón de mi fe.

Durante mis años universitarios atravesé una etapa de ateísmo. Me aparté de las convicciones recibidas en la infancia, de modo que tampoco puedo decir que soy cristiano simplemente porque lo aprendí en casa. Mi proceso de conversión fue mucho más que un ejercicio intelectual: puse en la balanza argumentos a favor y en contra, pero al final fue Dios quien me salió al encuentro. Esa es, en última instancia, la razón fundamental de mi fe: fui encontrado por Cristo. No lo buscaba, Él me buscó a mí.

1. Fui encontrado por Cristo


Mi retorno a la fe cristiana no fue el resultado de una estrategia personal ni de una conclusión académica. Fui encontrado. Estaba cansado de mí mismo, vacío, atrapado en una vida que no lograba alinear con mis anhelos más profundos. Vivía de una manera que no deseaba vivir. Un día, simplemente, me rendí. Como escribe Juan: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36).


Esta experiencia me remite a la parábola del hijo pródigo (Lucas 15), una de las narraciones más poderosas y actuales de los Evangelios. El hijo menor exige su herencia, abandona el hogar, malgasta sus bienes y acaba en la ruina. Solo en la miseria recuerda lo que había dejado atrás. Esa historia refleja lo que muchos viven hoy: el espejismo de la autosuficiencia, la búsqueda de placer y la dolorosa confrontación con el vacío interior.


Pero el giro es extraordinario: el padre corre a su encuentro, lo abraza y lo restaura. Esa fue mi experiencia con Dios: no lo busqué, Él corrió hacia mí. No fui un explorador intrépido que conquistó la fe, sino un pródigo al que el Padre salió a recibir.


Algo semejante expresa John Bunyan en El progreso del peregrino (1678), una de las obras cristianas más leídas de la historia. Allí el protagonista, llamado Cristiano, inicia su viaje con una enorme carga sobre su espalda: el peso de su pecado y de su conciencia culpable. Esa carga lo oprime y lo agobia en cada paso, hasta que finalmente llega al monte llamado Calvario. Frente a la cruz, su carga se desprende, rueda hacia la tumba y nunca más vuelve a verla. El alivio de ese momento es descrito por Bunyan con una sencillez tan poderosa que, siglos después, sigue conmoviendo a quienes lo leen.


Yo también emprendí ese viaje como un hombre quebrado alcanzado por la gracia. Y un día, como el peregrino de Bunyan, me encontré con la cruz de Cristo y arrojé allí mi pesada carga. No fue un gesto simbólico ni un ejercicio psicológico: fue la convicción profunda de que Jesús había cargado con mi culpa en su sacrificio. En ese instante experimenté lo que el libro describe con tanta claridad: el peso cayó, la opresión cedió, y en su lugar llegó la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento.


Desde entonces comprendí que la fe cristiana no se trata simplemente de cambiar de ideas o de adoptar un conjunto de valores, sino de un encuentro con el Dios vivo que corre hacia nosotros, nos recibe, nos quita la carga y nos concede un nuevo comienzo.


2. Una fe que responde a la vida real


Uno de los motivos por los que sigo creyendo es que el cristianismo, a diferencia de muchas cosmovisiones, ofrece respuestas coherentes y satisfactorias a las grandes preguntas de la existencia. Toda visión del mundo, debe responder con seriedad a cuatro grandes interrogantes: origen, propósito, moralidad y destino. ¿De dónde venimos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué está bien y qué está mal? ¿Hacia dónde nos dirigimos?


La fe cristiana no evade estas preguntas, ni se limita a ofrecer un consuelo emocional, sino que las enfrenta de lleno con una visión que es a la vez racional, espiritual y existencial.


Origen. La Biblia enseña que todo tiene su origen en un Dios eterno y personal. No somos el producto del azar ni de un accidente cósmico. El principio de causa y efecto, que la filosofía ha considerado desde Aristóteles y Tomás de Aquino, apunta hacia una causa no causada, un ser necesario. En el siglo XX, la ciencia pareció confirmar lo que la fe siempre sostuvo: el universo tuvo un comienzo. Georges Lemaître, sacerdote y físico belga, formuló lo que conocemos como la teoría del Big Bang. El universo no es eterno; tuvo un punto de partida. Y si todo lo que comienza a existir tiene una causa, entonces la pregunta es inevitable: ¿qué originó ese inicio? Negar a Dios no elimina la pregunta, solo la traslada. La hipótesis de un Dios personal sigue siendo, en mi experiencia, la explicación más razonable.


Propósito. Si venimos de Dios, entonces no caminamos a la deriva. La vida no es una sucesión de hechos sin sentido, ni una lucha por sobrevivir en un cosmos indiferente. Tenemos un propósito. El hombre moderno busca darle sentido a su existencia en el éxito, la tecnología o el placer, pero tarde o temprano descubre que nada de eso sacia del todo. Blaise Pascal hablaba de un “vacío en forma de Dios” en el corazón humano, un anhelo que nada creado puede llenar. El cristianismo afirma que fuimos creados para conocer y amar a nuestro Creador, y que solo en Él encontramos plenitud.


Moralidad. La experiencia universal del bien y del mal es una de las huellas más profundas de nuestra condición humana. Aun quienes niegan la existencia de Dios no pueden evitar indignarse frente a la injusticia, sentir compasión por el débil o desear un mundo más justo. Si todo fuera relativo, si la moral fuera solo un constructo social, ¿con qué base podríamos condenar el genocidio, la explotación o la mentira? Nuestra propia indignación revela que creemos en un estándar objetivo de bien. El cristianismo diagnostica la herida del mundo —el pecado—, pero también ofrece la cura: Cristo mismo, quien vino no solo a enseñarnos qué es el bien, sino a liberarnos del poder del mal.


Destino. Quizá la pregunta más temida de todas: ¿qué ocurre después de la muerte? Las cosmovisiones seculares suelen responder con un silencio frío: “nada”. Pero el ser humano, en lo más profundo de su ser, anhela que la muerte no tenga la última palabra. Desde las pirámides de Egipto hasta los modernos intentos de prolongar la vida mediante la ciencia, el hombre se resiste a la idea de que todo acabe en la nada. El cristianismo afirma que ese anhelo de eternidad no es un capricho, sino una huella de la imagen de Dios en nosotros. Nuestra esperanza no es vaga ni ilusoria: se fundamenta en la resurrección de Cristo, el primogénito de entre los muertos.


Por eso digo que la fe cristiana responde a la vida real. No se trata de una evasión piadosa ni de un refugio para débiles, como a veces se caricaturiza. Al contrario, es la visión del mundo que mejor explica lo que somos, lo que sentimos, lo que anhelamos y lo que esperamos. Frente a un mundo que ofrece respuestas fragmentarias, el cristianismo presenta un marco coherente donde razón, experiencia y esperanza se entrelazan.


3. Un Dios personal


Otra de las razones por las que soy cristiano es la convicción de que el Dios de la Biblia es radicalmente distinto a cualquier otro concepto de lo divino que la humanidad haya concebido. A lo largo de la historia, los hombres han creado dioses a su imagen y semejanza: figuras caprichosas, impersonales o distantes, incapaces de satisfacer la sed más profunda del corazón humano.


En la antigüedad, los dioses del panteón grecorromano se comportaban como hombres con poderes sobrenaturales: discutían, se celaban, competían entre sí y se movían por pasiones desordenadas. Eran dioses hechos a la medida de los defectos humanos. Difícilmente podían ofrecer un modelo moral o una esperanza estable.


En otras tradiciones, lo divino ha sido concebido como una fuerza impersonal, un “todo” abstracto del cual formamos parte, pero con el cual no se puede establecer una relación personal. En ese marco, la salvación no consiste en un encuentro con un Dios que ama, sino en la disolución del yo en una energía o un absoluto que trasciende toda individualidad.


El cristianismo, en cambio, proclama que Dios es personal, relacional y cercano. La Escritura lo revela como un Padre que se interesa por cada uno de sus hijos, que conoce nuestros pensamientos más íntimos, que se compadece de nuestras debilidades. No es un relojero que fabricó el universo y luego lo dejó marchar por su cuenta, es un Dios que entra en la historia, que guía a su pueblo, que habla en medio de circunstancias concretas y que, en la plenitud del tiempo, se hizo carne en la persona de Jesucristo.


Este aspecto es crucial. Si Dios fuera solo una fuerza, no podríamos dialogar con Él ni esperar respuesta a nuestras oraciones. Si fuera solo una proyección de nuestros deseos, no podría confrontarnos ni transformarnos. Pero el Dios cristiano es lo suficientemente grande como para sostener el universo, y lo suficientemente cercano como para escuchar el clamor de un niño.


Este contraste sigue siendo relevante hoy. En una cultura donde muchos reducen lo espiritual a energías impersonales o a prácticas de autoayuda, el cristianismo recuerda que lo que nos sostiene no es una fuerza ciega, sino un Dios vivo que nos llama por nombre. El salmista lo expresó con asombro: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmo 8:4).


Sigo siendo cristiano porque sé que Dios no es indiferente a mis luchas, no es sordo a mis oraciones, no es un concepto filosófico abstracto. Es un Padre que me sostiene, un Rey que gobierna y un Redentor que me salva.


4. Jesucristo: incomparable, ineludible


Entre todas las religiones y filosofías del mundo, soy cristiano porque creo en la persona de Jesucristo. Si el cristianismo se tratara solo de un conjunto de valores, de un código moral o de un sistema de ideas, no sería diferente a tantas otras propuestas que el hombre ha elaborado. Pero el cristianismo gira en torno a una persona histórica, real, concreta: Jesús de Nazaret.


No fue simplemente un maestro de ética ni un reformador religioso. Los evangelios lo muestran haciendo afirmaciones sin precedentes acerca de sí mismo. Dijo ser anterior a Abraham (Juan 8:58), afirmó tener autoridad para perdonar pecados (Marcos 2:5-7), se autodenominó “el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6), y aseguró que quien lo había visto a Él, había visto al Padre (Juan 14:9). En el mundo judío del siglo I, esas declaraciones eran escandalosas: equivalían a ponerse en el mismo nivel de Dios.


Lo extraordinario es que esas palabras no estaban desconectadas de sus actos. Jesús no solo hablaba con autoridad, sino que vivía lo que enseñaba. Su compasión por los pobres, su cercanía con los marginados, su sensibilidad hacia los quebrantados de corazón contrastaban con la dureza de los líderes religiosos de su tiempo. Enseñaba con tal poder que hasta sus opositores reconocían que “nadie ha hablado jamás como este hombre” (Juan 7:46).


A lo largo de la historia, muchos han intentado reducir a Jesús a la categoría de un gran maestro moral, comparable a Confucio, Buda o Sócrates. Pero tal comparación es insuficiente. Ninguno de ellos afirmó ser la encarnación de Dios. Ninguno proclamó tener autoridad sobre la vida y la muerte. Ninguno aseguró que su misión era cargar con los pecados del mundo.


Además, su figura es única incluso en los detalles más sutiles. Un ejemplo revelador: cuando enseñó a sus discípulos a orar, les instruyó a dirigirse a Dios como “Padre nuestro”. Pero Él mismo nunca usó esa fórmula compartida. Siempre habló de “mi Padre” y de “vuestro Padre”, mostrando que se concebía a sí mismo como Hijo en un sentido exclusivo. De ese modo, Jesús mantenía a la vez su cercanía con los hombres y su singularidad.


El impacto de Jesús en la historia humana es igualmente ineludible. La civilización occidental, sus valores de dignidad, derechos humanos, compasión social y justicia, se formaron en gran medida bajo la influencia de sus enseñanzas. Filósofos, artistas, científicos y reformadores sociales han encontrado en sus palabras inspiración y fundamento. Incluso quienes lo rechazan no pueden evitar dialogar con Él.


Pero más allá de su influencia cultural, lo que me cautiva es que Jesús sigue siendo contemporáneo. No pertenece solo al siglo I ni a la historia antigua: sus palabras atraviesan el tiempo y siguen interrogando al corazón humano. Cuando dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28), no hablaba solo a una multitud en Galilea, sino también a ti y a mí, hoy, en medio de nuestras cargas modernas: estrés, soledad, frustración, vacío.


Por eso digo que Jesucristo es incomparable e ineludible. No puedo ignorarlo ni reducirlo a un simple personaje histórico. Su vida, sus palabras, su muerte y su pretensión de resucitar me colocan ante una decisión: o darle la espalda o reconocerlo.


5. La resurrección: el hecho que lo cambia todo


Todo lo anterior cobra pleno sentido en la afirmación central del cristianismo: Jesús murió y resucitó. El apóstol Pablo lo expresó con una claridad que no admite matices:


“Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Corintios 15:14).


La resurrección no es un mito piadoso ni una metáfora espiritual. Los primeros cristianos no la proclamaron como una “experiencia subjetiva”, sino como un evento histórico ocurrido en un tiempo y lugar concretos: Jerusalén, en los días de Poncio Pilato.


El testimonio temprano


Uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento, 1 Corintios 15:3-5, recoge un credo que los historiadores fechan apenas dos o tres años después de la crucifixión de Jesús:


“Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado, resucitó al tercer día y se apareció…”


Este testimonio es tan temprano que descarta la hipótesis de que la resurrección haya sido una leyenda tardía. Desde el inicio, la fe cristiana estuvo anclada en la proclamación de un hecho: la tumba vacía y las apariciones del Resucitado.


Los hechos difíciles de explicar


La investigación histórica sobre la resurrección suele centrarse en lo que Michael Licona llama los “hechos mínimos”, aceptados incluso por la mayoría de estudiosos críticos:


  • La muerte de Jesús por crucifixión, confirmada por fuentes cristianas y no cristianas (Josefo, Tácito).


  • La tumba vacía, proclamada desde temprano, con el detalle contracultural de que fueron mujeres las primeras testigos.


  • Las apariciones post-mortem, a individuos y grupos, incluyendo a enemigos de la fe como Saulo de Tarso y escépticos como Jacobo, hermano de Jesús.


  • La transformación de los discípulos, que pasaron de ser hombres temerosos a testigos valientes, dispuestos a morir por la convicción de que Jesús había resucitado.


  • El cambio en la práctica judía, como el paso del sábado al domingo, algo impensable sin un acontecimiento de tal magnitud.


Estas evidencias plantean una pregunta inevitable: ¿qué las explica mejor? ¿Un engaño colectivo? ¿Una alucinación masiva? ¿Un mito tardío? Ninguna de estas hipótesis resulta convincente frente al hecho de que múltiples testigos afirmaron haber visto a Jesús vivo después de su muerte, y que esa convicción los llevó a dar la vida.


El impacto en la historia


Sin la resurrección, el cristianismo nunca habría nacido. Un Mesías muerto en una cruz era, para la mentalidad judía, un Mesías fracasado. Y para los romanos, un crucificado era un criminal despreciable. Sin embargo, pocos años después de la crucifixión, miles de personas en Jerusalén proclamaban que Jesús estaba vivo, y ese mensaje se expandió rápidamente por todo el Imperio. Algo ocurrió que lo cambió todo.


Pablo mismo es un testigo clave. Saulo de Tarso, perseguidor de la iglesia, se transformó en su más ferviente apóstol tras afirmar que Cristo se le apareció en el camino a Damasco. Su vida, su misión y sus cartas son inexplicables sin ese encuentro.


Lo que significa para mí


No se trata solo de un debate académico. La resurrección es el fundamento de mi esperanza. Si Cristo resucitó, entonces la muerte ya no es el final. El mal y la injusticia no tienen la última palabra.


Cuando leo los relatos pascuales, no solo pienso en la tumba vacía de Jerusalén; pienso en mi propia vida. Así como Jesús salió del sepulcro, yo también experimenté una resurrección espiritual cuando me encontró. La misma voz que llamó a Lázaro a salir de la tumba me llamó a mí, y me dio nueva vida.


Por eso digo que la resurrección lo cambia todo. Sin ella, Jesús sería solo un gran maestro o un mártir trágico. Con ella, es el Señor de la historia, vencedor de la muerte y esperanza viva para todos los que creen en Él.


Conclusión


He compartido algunas de las razones por las que soy cristiano, pero más que un catálogo de ideas, lo que me sostiene es una experiencia viva: fui encontrado por Cristo. No llegué a la fe porque me refugiara en la tradición de mi familia ni porque encontrara un sistema filosófico más convincente, sino porque en medio de mi vacío y mi búsqueda, Dios salió a mi encuentro. Como el hijo pródigo de la parábola, fui recibido con los brazos abiertos. Como el peregrino de Bunyan, arrojé mi pesada carga a los pies de la cruz y allí hallé descanso.


El cristianismo, además, me ofrece una visión del mundo que responde con coherencia a la vida real. Me da una respuesta sólida a las preguntas que todos, en algún momento, nos hacemos: de dónde venimos, para qué existimos, qué está bien y qué está mal, y hacia dónde vamos. Ninguna cosmovisión me ha ofrecido respuestas tan completas, tan racionales y al mismo tiempo tan existenciales.


Otra razón es la convicción de que el Dios cristiano es diferente a todos los demás. No es un concepto impersonal ni una fuerza indiferente. Es un Padre que me conoce, un Rey que gobierna con justicia, un Redentor que se acerca en el dolor. Su cercanía me sostiene día a día.


Sobre todo, soy cristiano por la persona de Jesús. Él es incomparable e ineludible. No puedo reducirlo a un simple maestro ni a un mártir trágico. Sus palabras, sus obras y su autoconciencia de ser el Hijo de Dios me desafían a tomar una decisión: o creerle, o rechazarle. Y yo he decidido seguirle porque he comprobado que solo en Él encuentro la vida que buscaba.


Y finalmente, soy cristiano porque creo en la resurrección. Sin ella, todo lo demás carecería de fundamento. Pero con ella, la fe adquiere un sentido indestructible. Jesús venció a la muerte, y eso cambia no solo la historia universal, sino también la mía personal. La tumba vacía de Jerusalén me recuerda que la desesperanza no tiene la última palabra. El Cristo resucitado me asegura que la vida, aunque frágil, está escondida con Él en Dios.


Por eso, aunque mi fe no ha eliminado todos mis problemas ni me ha eximido de la fragilidad humana, sí me ha dado algo mucho más profundo: una roca firme sobre la cual construir mi vida, una esperanza que trasciende la muerte y un sentido que ilumina incluso las noches más oscuras.


C. S. Lewis, con su lucidez y sinceridad característica, expresó algo que también define mi experiencia:


“En aquel trimestre de 1929, en Trinity, me rendí, y admití que Dios era Dios, y me arrodillé y oré: siendo quizá, en aquella noche, el más abatido y reticente convertido de toda Inglaterra... El Hijo Pródigo por lo menos volvió a su casa por su propio pie. Pero ¿quién puede adorar como se merece ese Amor que abre sus puertas de par en par a un pródigo que es traído de vuelta pataleando, luchando, resentido...? La dureza de Dios es más amable que la ternura de los hombres, y su insistencia es nuestra liberación.”


Al final, esa es también mi historia. No llegué a Cristo porque lo buscara, sino porque Él me buscó.


Bibliografía: 


C. S. Lewis, Surprised by Joy (trad. Sorprendido por la alegría), Collins Fontana, 1981.

Michael Licona, La resurrección de Jesús: un nuevo acercamiento historiográfico.


Tomás de Aquino, Suma Teológica.

Comentarios

Entradas populares